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jueves, 19 de septiembre de 2013

LAS SEMILLAS



Cuenta la leyenda que una vez existió un viejo maestro, muy sabio, viviendo en un templo. Tenía muchos discípulos, y entre ellos, un joven muy impetuoso, pero de buen corazón. El joven se desvivía para que toda la gente a su alrededor pudiera iluminarse y pudiera encontrar la verdad. Y se frustraba cuando no veía sus progresos.
Así pues, el maestro resuelve darle una lección. Llama a su alumno y le da unas semillas.
-Estas son las semillas de la iluminación. Cuando crezcan, iluminarán a todos los que vean sus flores. Cuídalas bien.
El discípulo estaba muy emocionado. ¡Semillas de iluminación! Por fin podría ayudar a todos. Apenas pudo salió corriendo a enterrarlas en el rincón más soleado del jardín. Las regaba todos los días. Las tapaba por las noches cuando helaba o llovía muy fuerte. Todas las mañanas iba a contemplar su crecimiento. Y nada.
Así fueron pasando los días, hasta que la impaciencia y la duda empezaron a morder el corazón del joven discípulo. Muy preocupado, fue a ver a su maestro y a comentarle que las semillas, simplemente, no crecían.
-¿Dices que no crecen? Hm… qué raro. Podrías hablarles.
El joven estaba un poco desconcertado, y le preguntó qué le podía decir a las semillas para que crecieran.
-Bueno, nada muy sofisticado. Simplemente háblales con palabras dulces, para ver si las ayudas a crecer.
El joven, emocionado, volvió corriendo al jardín a hablarles a las semillas.
Y así por varios días. El joven les decía las palabras más dulces, las mejores metáforas, los mejores cuentos. No escatimó palabras para que las semillas pudieran crecer. Pero de nuevo, nada crecía.
Volvió con su maestro, un poco desanimado.
-Maestro, mis palabras no sirven para que las semillas crezcan —le dijo, abatido.
-¿En serio? ¡Esas semillas ingratas! —Se enfureció el maestro—. Vuelve y grítales con toda tu furia, ¡hazles saber que quieres que crezcan!
El joven, otra vez un poco desconcertado, volvió al jardín y les empezó a gritar, sacando fuera su frustración porque no crecían.
Les gritó varias veces, por varios días, hasta que su enojo fue desapareciendo, y entonces, de nuevo lleno de dudas y pesares, volvió al maestro.
-Lo siento maestro, pero he fallado de nuevo. Las semillas tampoco crecen si les grito o las trato mal.
-¿No? Bueno, ¡Qué lástima! Nada perdíamos con intentar .Supongo que lo último que podrías hacer es observarlas. Tu atención quizás las ayude a crecer.
-¿Sólo observarlas?
-Sí. Vigílalas, pero no intervengas. No hagas nada.
-Muy bien maestro, eso haré.
El joven volvió al jardín, y se quedó observando las semillas por un largo rato.
Después de varios días, aburridos, lentos y poco fructíferos, pues se la pasaba vigilando el progreso de las semillas, el joven decidió volver a su maestro. Luego de tantos días y tantas cosas que había probado, el joven desenterró las semillas, vio que no había ni siquiera un brote, y volvió frustrado con el puñado a su maestro.
-Maestro, disculpe. Aquí están las semillas.
Le extendió el puñado de semillas, mezcladas con tierra. Fallé en hacerlas crecer, quizás deba dárselas a alguien que pueda hacerlo.
-No estés triste, muchacho. Son cosas que pasan. No te des por vencido todavía, vamos, prueba una vez más.
 Le contestó, y le devolvió las semillas.
- Pero esta vez, no estés tan pendiente de su crecimiento.
-¿Cómo hago eso?
-Justamente, no hagas nada. Sigue con tu vida. Riégalas cuando puedas, míralas cuando tengas tiempo, pero no desvíes tu vida de su curso por ellas. Ten paciencia, y verás.
El joven hizo eso, las plantó, y las regaba y las veía cuando podía. Al principio era seguido, después se fue olvidando, y dejó que la lluvia y la naturaleza tomen su curso. Llegó un día en el que las regaba cada tanto, pero ya no esperaba nada de ellas.
Y así, un día el joven se fue de viaje por unas semanas, y al regresar y pasear por el jardín, vio que surgía un brote de las semillas. Y por fin entendió, que el momento de crecer no puede ser acelerado, ni con palabras, ni con buena voluntad, ni con nada. Mejor es hacer nuestra parte cuando nos toca, y dejar que la vida siga su curso. Y el tiempo haga su trabajo.

7 comentarios:

  1. Hermoso , didáctico, así como la naturaleza tiene su tiempo ...debemos darnos a nosotros mismos el tiempo para madurar y crecer armónicamente durante toda nuestra existencia ...vivir pero sin ...desvivirno por ello ...
    Un abrazo
    Cristina

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  2. Precioso cuento. Es verdad, que cuando las cosas no nos salen como queremos, la frustración hace acto de presencia, pero por mas que nos empeñemos en cambiar lo que nos rodea, nada podemos hacer, ya que para nosotros sería una lucha inútil, con el desgaste que ello conlleva, porque como se dice hay que darle tiempo al tiempo. Un beso.

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  3. Tengo una semilla en casa y llevo cuatro años esperando a que crezca. Ojalá tengas razón. Un beso.

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  4. Hola Ana
    Gracias chiquilla, por este hermoso relato y lección de vida, que muchas veces olvidamos.
    Estos días ando un poco lenta pero no me olvido de ti, el fin de semana llega y espero te sea maravilloso.
    Un abrazo
    Ambar

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  5. La vida se expresa de forma discontinua; no atiende a horarios, no es homogénea, ni equilibrada. La vida, ni corre demasiado ni se entretiene. Simplemente, fluye.
    Saludos Ana.

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  6. Muy cierto.
    Intentar forzar algo es impedir que se desarrolle a su libre albedrío.
    La vida se abre paso por si sola, como el aprendizaje, como todas las cosas.
    Es mejor ocuparse de las cosas lo justo y necesario solo guiarlas un poco, y cuidarlas otro poco más, para que por si solas aprendan el camino a seguir.

    Besos mediterráneos.

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  7. Hola Ana: Muy constructivo este simpático cuento, la impaciencia nos torna insoportables, y dejemos que todo vaya sucediendo con normalidad. Estuve recorriendo tu otro blog y me encantan las manualidades que realizas. Gracias por tu paso por mi espacio. Un abrazo!!

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